Doménico Atroz es un joven de 26 años de vida normal,
vive en un piso que alquiló hace unos 7
meses. Se encuentra en un barrio a unas pocas manzanas del centro de una ciudad
mediana de una modesta comunidad. Desde la ventana de su habitación se pueden
ver las fachadas de los edificios de pisos enfrentados entre sí, también los
árboles urbanos de frutos incomibles que parece que llegan presumidos hasta la
primera planta. Esa mañana de un particular fresco septiembre, Doménico tenía
que ir al centro de salud a que le siguieran una gripe tratada con medicamentos
que le fueron recetados justo una semana antes en el mismo hospital.
El joven despertó a las 8:26, media hora antes de que sonara
el despertador. Incomodado por la erección matinal contra el pantalón se puso las
zapatillas y fue al baño a orinar y así reducir la inflamación. Encontró un sí
mismo con el que no quería conversar no al menos sin antes mirarse a los ojos y
refrescar el rostro con agua tibia. Cambió su camiseta verde usada como pijama
y su pantalón por algo más apropiado para salir, aun así empleando una
vestimenta casual, otra camiseta y pantalón vaquero. Anduvo torpemente hasta la
cocina para desayunar el mejor plátano que encontró en el frutero, eso y un
café con leche, sin azúcar. Hizo tiempo hasta que pasara la media hora despierto
añadida, leyendo en reposo sobre el sofá con el televisor enchufado en el
noticiario a bajo volumen. Al cabo de siete páginas memorizó por la que quedó,
cogió las llaves de su Saxo, las pastillas y cerró el libro sin olvidar llevarlo con él.
Bajó los dos pisos rápido por las escaleras, con la
filosofía subconsciente de “cuesta menos esfuerzo bajarlas que subirlas”. Salió
del portal, cruzó hasta la acera opuesta y fue calle abajo hasta dar y montar
en el coche, que parecía esperar su regreso. Hubo un breve viaje de trece
minutos hasta llegar al parking del centro de salud, además fue agradable teniendo
la radio puesta en una emisora musical recientemente descubierta. Aparcó a un
paso de la entrada principal al edificio. Cogió su libro del asiento del
copiloto y salió.
Entró y en la recepción preguntó acerca de la ubicación de
la consulta a la que tenía que ir. Entendió que debía ir hasta el último piso,
siendo este el 4 teniendo en cuenta que se trata de un humilde hospital de una
ciudad no considerada como pueblo por poquito. Caminó hasta el fondo de esa
planta y torció hacia la izquierda dando con las escaleras, pasando de montar
en el ascensor por desconfianza a los que son empleados de forma casi constante
en los lugares públicos.
Llegó a la sala de espera tras coger aire por la nariz
llenando completamente los pulmones y expulsarlo de una bocanada. Ahí se
encontraba la consulta y otras tres habitaciones numeradas más. Se sentó en
cualquier asiento, no había nadie más que él. Miró a su alrededor de forma
contemplativa y taciturna y pudo diferenciar al menos dos tipos de plantas
distintas, todas verdes por supuesto. Él las miraba y parecía que le
devolvieran la mirada, ¿eran los organismos más vivos de todo el edificio?
Cogió su libro y buscó por donde quedó su última lectura. Es un libro de Paulo
Coehlo que le recomendó una chica en una fiesta de disfraces y que por
distintas circunstancias la amistad entre ambos desapareció y se convirtió en
ni saludarse al verse. Después de unos diez minutos de espera y lectura se abre
la puerta 13, la consulta a la que ha de pasar Doménico. Se deja entrever una forma
femenina y una voz pregunta: “¿Doménico
Atroz?”, -Si -responde”. Cerró el
libro interrumpiendo la mitad del párrafo y entró.
El jóven entró alerta como siempre, a este tipo de sitios,
pero siendo menos desconfiado que la primera vez que vino. Él mismo cerró la
puerta al entrar y vio a una enfermera poniendo papel sobre la camilla del
fondo. Aun algo tenso, Doménico
contempla desde la puerta como la enfermera, a piernas juntas pone,
inclinándose hacia adelante el protector. Esperando a que terminara para poder
decir “hola” Doménico miraba de forma
lasciva, sin ser consciente de ello, como esa figura de ceñidos glúteos por la
falda dibujante de deliciosos contornos negros, zapatos de suela gruesa negros
y tacón algo más alto, camisa blanca con relieve en la espalda por el sujetador
y pelo recogido negro hacía lo que tenía que hacer con esa camilla.
La enfermera se giró y miró a Doménico, no era la misma
persona que le atendió la semana pasada.
-Hola
-Buenos días.
-¿Viene porque tuvo o sigue teniendo una gripe o resfriado
verdad?, ha estado tomando unas pastillas cada dos días, ¿qué tal se encuentra
ahora?
-Pues bien, ya no tengo los dolores de cabeza, ni la falta
de apetito de la primera vez ni…
Interrumpe.
-Genial, entonces ha estado progresando.
Se agarra con un dedo el primer botón de la camisa mostrando
un atractivo anillo en el dedo corazón y dejando ver dos aún más brillantes
perlas. Dio media vuelta y tomó del cajón un estetoscopio y un bajalenguas o
palito del helado, como lo conocía Doménico.
-Voy a escuchar tu respiración y pulso.
Dio otra media vuelta y se acercó invasiva a su espacio
vital, rozando con el muslo derecho los genitales del chico. Tras el escaneo
sonoro, soberbia y tiesa, la altiva mujer, erguida le mete el palo en la boca.
-Aaah…
-¿Aaaggh?
Ambos con la boca abierta, ella, entreabierta, labios rosados
cardo salvaje. Al cabo de varios segundos que parecían minutos ella aparta la
mirada de su boca para ponerla en los vulnerados ojos del desalentado Doménico.
Tira el palito a la papelera casi con desprecio.
-Túmbate, necesito oírte en horizontal.
Doménico camina turbio hasta la camilla, pasando junto a la
ventana y mirando a través de ella el instante justo para pensar: “Anda, se ve mi coche desde aquí, que
gracioso. ¿Y los árboles? No llegan hasta arriba”. Se subió la camiseta y a
la camilla, seguido del acercamiento de la profesional, que pone el instrumento
en su pecho empezando a moverlo despacio de un lado a otro, yendo desde la
parte superior del abdomen hasta el pectoral izquierdo, pasando por el
esternón. La mujer lo explora con su aparato y de pronto comienza a hacerlo
también con la otra mano, acariciando su torso con un recorrido similar al
anterior. No es suficiente con lo que el joven hizo, ella introduce el útil más
allá de donde él subió su camiseta con una mano seguida de la otra, metiendo
ambas bajo la camiseta plegada sobre sí misma, teniendo una extendida tocando
completamente un pectoral con toda la palma y la otra mano sosteniendo sobre el
otro la fría campana del estetoscopio. Extrañamente cómodo y a la vez no,
Doménico mira a los ojos a la sobona y ella a él simultáneamente, se mantiene
el silencio. La enfermera aparta la mirada girando la cabeza hacia su estómago.
Con un extenso y terriblemente sinuoso movimiento sube la pierna a la camilla
por encima de las relajadas de él, mismo procedimiento con el brazo para luego
felina, ponerse encima. “¿Qué está
pasando? –se pregunta a sí mismo, sabiéndolo realmente, y deseándolo”. Doménico
aspira sutilmente ruidoso por la boca. En su mente, él es una víctima, en la de
ella, también. En sentido contrario a como fue la evaluación cardiopulmonar,
ahora desde el estómago hasta abajo la
agresora acaricia el alarmado pene con toda la palma y la otra sujeta sobre el
hombro. Jamás mejor dicho, es sensacional el tacto frío de la mano desnuda,
juguetona y femenina sobre el húmedo glande. El estimulado chico ahora más
receptivo, puede casi saborear gustativamente el delicado perfume de los blancos
pechos de la imponente dama a casi veinte centímetros de la cara. La enfermera
se inclina aún más hacia Doménico lamiéndole los labios con un lento y
abarcador lametón que traza una babosa diagonal desde la barbilla hasta la
mejilla.
Al retomar la posición la enfermera, descubre una figura
humana oscura, estática y observadora tras de sí alterando la paz del chico y
haciéndole intentar reincorporarse levantándose del colchón. Pero unos
grilletes planos y metálicos le sujetan las muñecas impidiéndole ir a ninguna
parte.
La captora se retira de encima y se va al margen de la consulta,
cogiéndose de manos. “¡¿Qué cojones estás
haciendo?! ¿Y tú quién coño eres? ¡Suéltame de aquí ostias! –gritó forcejeando”.
Pero no obtuvo respuesta. El sujeto misterioso permaneció unos segundos inmóvil
mirando fijamente al pobre agredido, pero inmediatamente se giró y fue a la
consulta colindante por medio de una puerta que interconectaba ambas. Volvió
con una mesilla a ruedas cubierta por un mantelito blanco sonando más
intensamente cuanto más se acercaba.
-¡Dios ayúdame!
-Dios no llega hasta la cuarta planta de este sitio –dijo
por primera vez el doctor-.
Destapó la mesilla y dejó ver una extensa serie de
instrumentos quirúrgicos de los cuales la mitad duelen tan solo con verlos,
muchos de ellos brillantes y atractivos. Otros que no sabría explicar para qué
se emplean ni poniendo toda su creativa imaginación en ello. Tocó algunos por
encima moviéndolos y chocándolos entre sí pero dejó estarlos. Se centró en
destapar una misteriosa caja que había en el estante de abajo del carrito y
sacó una cosa rara y grande que no pudo entender que era, cogiéndola por una
rudimentaria empuñadura.
“Tan solo mira
lo que te hago –dijo empleando enseguida sin mediar palabra esa herramienta,
aparato o artefacto en la fisionomía del joven”. Ese trasto producía un
ruido espantoso que competía con los gritos del pobre torturado en quién o qué
producía más sonoridad. Los gritos, al igual que la vida de Doménico se iban
apagando, mientras la observadora ayudante decía para sí en voz alta: “No me puedo creer que eso que queda ahí
antes fuese un ser humano, tiene más apariencia de esparadrapo usado que
carácter antropomórfico”.
Doménico despertó de lo que era en realidad un sueño.
Fue al intentar apoyarse para sentarse sobre la cama cuando
para su sorpresa se percató que le faltaba un brazo. Tenía una erección, sin
embargo no tenía ganas de evacuar.
Doménico se hizo una paja con el brazo del muñón.
Fin.
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